Español | Inglés
¿Por qué hay cuerpos que se sienten como hogar…
y otros que se sienten como territorio incierto?
Ahí empieza todo:
en la capacidad —o ausencia—
de sentir seguridad adentro.
Durante mucho tiempo yo no me sentía segura.
Mi cuerpo era un lugar que vivía en alerta:
tenso, rígido, desconectado, escondido.
Cuando era más joven, me escondía en versiones editadas de mí misma,
creadas para no sentirme tan expuesta.
No porque quisiera verme de una forma,
sino porque no sabía habitarme.
No sabía quedarme conmigo.
Y con el tiempo descubrí algo incómodo:
No me escondía del mundo,
me escondía de mí.
La psicología del desarrollo explica algo fascinante:
antes de aprender a hablarnos bonito,
aprendemos a sentirnos seguros en nuestro propio cuerpo.
Esto se basa en dos sistemas profundos:
1. Interocepción — la habilidad de sentir lo que pasa adentro
(ritmo cardíaco, respiración, temperatura, tensión).
La Universidad de Cambridge la llama el “sentido silencioso”.
2. Propiocepción — la capacidad de saber dónde estás en el espacio
(orientación, estabilidad, presencia física).
Cuando estos sistemas están alterados por ansiedad,
trauma leve, estrés crónico o vergüenza corporal,
el cuerpo se vuelve un territorio confuso.
No nos sentimos contenidos.
No nos sentimos “en casa”.
Stephen Porges no solo habla de seguridad interna:
habla de neurocepción,
la habilidad automática del sistema nervioso
para evaluar si estamos seguros o no,
incluso antes de que pensemos.
Por eso, cuando te sientes inseguro contigo,
todo lo externo parece más amenazante:
miradas, espacios nuevos, cambios, cercanía emocional.
Krishnamacharya enseñaba que
“el cuerpo no es un obstáculo espiritual, es el primer maestro”.
Patanjali explica el concepto de sthira (estabilidad) y sukha (comodidad)
no solo como postura física,
sino como estado interno donde el cuerpo se vuelve
un contenedor estable para la mente.
Desikachar, su hijo, decía:
“La práctica no busca un cuerpo perfecto, sino una relación íntima y honesta con él.”
Una relación real con tu biología,
con las señales que tu cuerpo envía,
y con la forma en la que decides habitarlas.
Y esa relación se construye de formas muy concretas:
1. Regulación interoceptiva
Tu cuerpo aprende seguridad por repetición fisiológica, no psicológica.
No por lo que piensas, sino por lo que el cuerpo registra:
– Respiración lenta → activa el nervio vago → baja la alerta.
– Exhalación larga → reduce la actividad de la amígdala → baja la amenaza percibida.
– Sentir los pies en el suelo → disminuye la disociación → aumenta presencia.
Cada una de estas señales reorganiza tu mapa interno,
mucho antes de reorganizar tus pensamientos.
2. Movimiento consciente
La investigación del Dr. Norman Farb demuestra que el movimiento lento,
preciso y atento —sobre todo con rotaciones de columna, equilibrio y respiración dirigida—
reconecta la corteza insular,
la región encargada de integrar interocepción, compasión y seguridad.
El yoga, cuando se enseña con presencia y técnica,
no es solo estiramiento:
es neuroregulación en acción.
3. Honestidad somática
Escuchando al cuerpo antes que al ego:
– ¿Qué parte se tensa cuando intentas encajar?
– ¿Qué se contrae cuando no dices lo que sientes?
– ¿Qué se apaga cuando te comparas?
– ¿Dónde empieza la vergüenza en tu cuerpo?
La vergüenza no es una idea:
es una respuesta fisiológica.
Se siente en el plexo, en la garganta, en la piel.
Y la seguridad también.
Durante años pensé que no encajaba en mi cuerpo.
Intentaba suavizar partes de mí:
mi voz, mis opiniones, mi manera de habitar el espacio.
Pero un día entendí que no era que mi cuerpo no fuera suficiente,
era que nunca había aprendido a vivir dentro de él.
Había aprendido a esconderme,
a compensar,
a compararme,
a ser más pequeña para no incomodar.
Pero nunca aprendí a habitarme.
El yoga me enseñó a sentir mis límites
sin pelear con ellos,
a traer mi atención de vuelta
sin insultarme,
a estar en mi cuerpo
sin correrme de mí.
La seguridad interna no aparece sola—se practica.
Se construye en acciones pequeñas, constantes, casi invisibles,
que poco a poco le enseñan al sistema nervioso
que puede descansar.
Se va construyendo en los momentos más cotidianos:
en cómo respiras cuando estás nervioso,
en cómo te hablas cuando fallas,
en cómo te tratas cuando no encajas,
en lo que haces contigo cuando nadie te está viendo.
Es un proceso que ocurre en la forma en la que empiezas a conocerte.
A veces mi cuerpo lo sabía antes que yo:
ese instante en el que los hombros bajaban sin darme cuenta,
o cuando la mandíbula dejaba de estar apretada,
o cuando por primera vez pude reconocer que tenía miedo
sin sentir vergüenza de admitirlo.
La neurociencia lo explica bien:
cuando haces eso —cuando te reconoces sin juicio—
la corteza prefrontal se enciende
y la amígdala baja la intensidad.
El cuerpo interpreta:
“no estoy en peligro, solo estoy sintiendo”.
Y esa pequeña diferencia lo cambia todo.
Otras veces la seguridad interna aparecía
cuando dejaba de actuar como “la versión correcta de mí”
y empezaba a mostrar partes que antes me parecían equivocadas.
Es raro, pero el cuerpo lo distingue:
sabe cuando estás pretendiendo
y sabe cuando te estás diciendo la verdad.
Porges lo llama neurocepción de seguridad:
esa sensación interna de confiar en uno mismo.
Y entonces ahí,
el cuerpo empieza a sentirse como hogar.
Como un lugar donde puedes regresar
sin esconderte,
sin exigirte,
sin disfrazarte.
Cada día que vuelves,
la seguridad interna crece.
Porque al final,
sentirte suficiente
no es un pensamiento,
es una experiencia corporal.
Y cuando el cuerpo se vuelve hogar,
la vida deja de sentirse tan amenazante.
La presencia aumenta.
La autenticidad se siente natural.
Eres tú, sin defensa.
Sin disfraces.
Sin miedo a ser visto.
Ese es el verdadero lugar seguro.
El que construyes adentro.
Y desde ahí —desde ese hogar interno—
puedes reconocer algo que antes era imposible ver:
Todo lo que ya está bien.
Todo lo que ya tienes.
Todo lo que ya eres.
Cuando reconoces que ya hay un lugar dentro de ti que sostiene,
empiezas a vivir desde la abundancia y no desde la carencia.
La vida deja de sentirse una carrera
y empieza a sentirse un regreso.
Un regreso a ti.
Porque el hogar más importante
no es el lugar donde vives,
sino el lugar desde donde te habitas.