Español | Inglés
Hay momentos en los que la vida se mueve tan rápido
que tu mente no alcanza a procesar lo que está pasando.
Momentos que no viste venir,
que rompen la línea del tiempo en un antes y un después,
que te sacan de tu eje.
Sin darte cuenta, estás haciendo todo por no romperte tú también,
tratando de mantenerte firme
para no venírtele encima a nadie más.
Todos hemos estado ahí.
En la noticia inesperada.
En la llamada que cambia el día.
En la situación que quiebra tu ritmo interno.
En el dolor que no cabe en ninguna parte.
A veces es algo que pasa afuera,
y a veces es algo que pasa adentro.
Pero en ambos casos aparece una pregunta silenciosa:
¿Cómo me sostengo a mí mismo
cuando el mundo parece moverse más rápido que yo?
Lo primero que aprendí es que el cuerpo siempre llega primero.
Antes de que la mente entienda,
el cuerpo ya sabe.
Ese hueco en el estómago,
la respiración cortada,
la sensación de perder piso,
la electricidad en los brazos,
el temblor que empieza en los dedos.
La neurociencia explica este proceso:
cuando algo inesperado, doloroso o intenso sucede,
el sistema nervioso simpático se activa en milésimas de segundo.
Es un mecanismo de protección.
Stephen Porges, con su Teoría Polivagal, lo describe así:
“El sistema nervioso busca seguridad antes que lógica.”
Primero el cuerpo pregunta:
¿estoy a salvo?
Después puede preguntar:
¿qué está pasando?
Por eso, cuando la vida te rompe un poco,
no puedes pensar con claridad.
No es que no quieras.
Es que biológicamente no puedes.
Hay situaciones que no te dan tiempo de prepararte.
Suceden.
Te sacuden.
Y tú te quedas ahí,
tratando de sostenerte sin caer con lo que se está cayendo alrededor.
Tratando de no perderte por dentro en el proceso.
Lo entendí de golpe hace un año y medio,
cuando me salí de mi casa por primera vez.
Ahí descubrí lo que nadie te explica:
que la vida se vuelve real
cuando ya no estás en la comodidad
donde tus papás pueden ayudarte a resolver todo.
A mí me pasó viviendo en Playa del Carmen,
lejos de mi familia,
cuando atravesé lo que sentí como mi primera crisis real.
Y fue ahí, en ese vacío inesperado,
donde entendí que a veces te toca sostenerte tú solo,
que hay temporadas en las que
nadie puede hacer ese trabajo por ti.
Porque uno puede acompañar,
estar,
sostener,
abrazar,
ser presencia para alguien…
Pero solo si primero
no se abandona a sí mismo.
Mark Nepo, en The Book of Awakening, escribió:
“No puedes evitar ser transformado por lo que te toca el corazón.”
Algo cambia.
No sales igual,
pero sales más despierto.
Más atento.
Más presente en tu propia vida.
Y para mí, ahí cobra sentido el yoga:
como práctica, sí,
pero también como refugio.
Como ese espacio donde aprendes a regularte,
a respirar dentro del caos,
a sostenerte sin romperte.
No es solo práctica física,
sino el entrenamiento silencioso
para esos momentos que llegan sin pedir permiso:
cuando toca sostenerte,
anclarte en la respiración
y evitar caer contigo mismo.
B.K.S. Iyengar decía en Luz sobre la vida:
“El cuerpo es el templo del espíritu.”
Pero también decía algo más profundo:
“A través del cuerpo exploramos la fragilidad.”
En una postura difícil, el cuerpo quiere huir.
La mente quiere escapar.
Pero tú practicas quedarte.
Practicas respirar dentro de la incomodidad.
Practicas confiar en tu propio sostén.
A esto se le llama neurobiología aplicada.
Cuando respiras profundo durante una postura o situación exigente,
activas el sistema nervioso parasimpático,
el mismo que regula el miedo,
la ansiedad,
la reactividad,
el temblor,
la crisis.
La respiración no te “calma”,
te regula por fisiología.
A veces la vida se mueve por algo doloroso,
y otras veces por algo hermoso
que también te reta.
Hace poco,
la idea y materialización de poner mi estudio
me puso en ese estado entre ilusión y vértigo:
ese punto donde el corazón se acelera por lo que deseas
y el estómago se encoge por lo desconocido.
Un sueño que siempre quise
de pronto se volvió real,
rápido,
fuerte,
grande.
Y aunque era algo bueno,
mi sistema nervioso no lo sabía.
Para él, “grande” se siente igual que “amenazante”,
al menos al principio.
El corazón late fuerte.
La mente pregunta mil cosas.
La incertidumbre se asoma.
Y de pronto estoy ahí,
tratando de sostener mi sueño
sin perderme dentro.
Sostenerte también es eso:
regular la emoción positiva que abruma.
Encontrar estabilidad dentro de lo que sí quieres.
Respirar dentro de un sueño que empieza a cumplirse.
Hacer espacio para lo que pediste.
Patanjali dice:
“Sthira sukham asanam.”
Estabilidad y comodidad.
Firmeza y entrega.
Fuerza y aceptación.
En la esterilla lo practicamos con posturas.
En la vida lo practicamos con momentos.
Porque sostenerte NO significa:
– ser fuerte todo el tiempo
– saber qué hacer
– tener claridad
– no sentir
– reaccionar perfecto
– controlarlo todo
Sostenerte significa:
– no abandonarte
– no desaparecer
– no perder tu centro
– regular tus emociones
– permitirte sentir
– acompañarte a ti mismo
La neurociencia le llama autorregulación.
El yoga le llama tapas —el fuego interno que sostiene sin quemar.
La psicología le llama ventana de tolerancia.
Porges le llama seguridad interna.
La espiritualidad lo llama presencia.
Y todas estas palabras,
de todos estos mundos,
dicen lo mismo:
Puedes sostenerte aun cuando la vida se mueve más rápido que tú.
Sostenerte puede ser:
– poner tu mano en el pecho y respirar consciente
– caminar un minuto descalza para volver al cuerpo
– detenerte antes de reaccionar
– llorar para liberar tensión
– pedir ayuda
– escribir lo que sientes
– decir “necesito un momento”
– decir “no puedo con todo, pero puedo con esto”
Cuando la vida se mueve demasiado,
muévete más lento.
A veces, sostenerte
no es resistir el movimiento,
sino bajar tu propio ritmo.
Dejar que lo de afuera vaya rápido,
y tú caminar lento.
Respirar profundo.
Mirarte con compasión.
Honrar lo que sientes.
Ser honesta con lo que necesitas.
Eckhart Tolle dice que
“El momento presente es un refugio.”
En esos días en que todo gira,
el refugio no es el futuro ni el pasado,
es un solo aliento.
Sostenerte es cuidado.
Sostenerte es amor.
Lo más fascinante es esto:
tu capacidad de sostenerte no es fija.
Es neuroplasticidad pura.
Es entrenamiento.
Es presencia repetida hasta volverse verdad.
Cada respiración consciente
reconfigura tu biología.
Cada pausa registrada
ensancha tu ventana de tolerancia.
Cada regreso a ti
fortalece las rutas internas que te sostienen.
Y si un solo momento puede hacer eso,
imagina una vida practicándolo.
Ahí empieza la transformación.
Lo demás —el sostén, la claridad, la calma—
se va construyendo en silencio,
en cada elección de volver a ti.
Porque al final,
eso es sostenerse:
recordar que siempre puedes regresar.
Y cada vez que vuelves, algo dentro se acomoda en silencio.