Español | Inglés
Hay un punto extraño
en el que todo empieza a ir bien.
No perfecto.
No resuelto.
Pero estable.
Habitable.
Suficientemente bueno
como para bajar la guardia.
Y justo ahí,
cuando la vida deja de empujarte
y empieza a sostenerte,
algo dentro de ti se inquieta.
No es un pensamiento claro.
Es una sensación.
Un ligero apretón en el pecho.
Una urgencia por moverte.
Una incomodidad difícil de explicar
cuando ya no hay nada que arreglar.
Como si tu cuerpo no supiera
qué hacer con tanta calma.
Empiezas a tocar lo que funciona.
A dudar de lo que estaba firme.
A imaginar finales
cuando apenas estás empezando.
A mover una pieza
solo para comprobar
que todavía tienes control.
Y sin darte cuenta,
empiezas a desordenar
lo que estaba encontrando su forma.
Eso también es autosabotaje.
El más silencioso.
El más confuso.
El que aparece
cuando ya no estás sobreviviendo.
El cuerpo aprende primero
en qué estados vive.
Aprende tensión.
Aprende alerta.
Aprende a sostenerse
cuando algo duele
o falta
o amenaza con irse.
Y cuando, por primera vez,
la experiencia cambia —
cuando llega estabilidad,
cuando alguien se queda,
cuando algo sí funciona—
el cuerpo no tiene referencia.
No reconoce ese estado
como hogar.
Desde adentro,
la calma se siente extraña.
La expansión, demasiado amplia.
La quietud, incómoda.
No porque algo esté mal,
sino porque nunca habías estado ahí
el tiempo suficiente.
El sistema nervioso busca coherencia.
Busca repetir lo que conoce.
Busca volver al terreno
donde sabe cómo reaccionar.
Por eso, a veces,
cuando todo empieza a ir bien,
el cuerpo intenta regresar
a lo familiar.
A la duda.
A la tensión.
Al “por si acaso”.
No como castigo.
Como protección.
Esto también pasa en el tapete.
Pasa cuando una postura se abre
y el cuerpo quiere salir
antes de tiempo.
Pasa cuando la respiración se vuelve amplia
y aparece el impulso
de cortarla.
Pasa cuando savasana se siente larga,
demasiado silenciosa,
y la mente busca algo
que interrumpa.
No es resistencia mental.
Es memoria corporal.
El cuerpo diciendo:
“esto es nuevo”.
“esto no lo conozco”.
“esto todavía no sé sostenerlo”.
La mente imagina futuros,
pero la realidad toma forma
desde el lugar donde el cuerpo
se siente a salvo.
La realidad se acomoda
a lo que el cuerpo puede habitar
sin activarse.
Puedes desear una vida más plena,
pero si tu sistema nervioso
solo ha practicado la supervivencia,
la plenitud se siente inestable.
Puedes querer amor sano,
pero si el cuerpo aprendió
que amar es tensarse,
buscará distancia.
Puedes pedir calma,
pero si la calma no tiene registro interno,
aparecerá la necesidad
de mover algo.
El autosabotaje no es una falla.
Es un límite aprendido.
Y la práctica es el lugar
donde ese límite se vuelve visible
y, poco a poco, flexible.
Cada vez que te quedas
un poco más
en una postura que se abre.
Cada vez que sostienes
la respiración
sin huir de la sensación.
Cada vez que permites
la quietud
sin llenarla de ruido.
El cuerpo aprende.
Aprende que puede expandirse
sin perderse.
Que puede relajarse
sin bajar la guardia.
Que puede recibir
sin anticipar el golpe.
Y ese aprendizaje
no es mental.
Es celular.
Es lento.
Es profundo.
Con el tiempo,
ya no necesitas sabotear lo bueno.
No porque lo controles,
sino porque puedes sostenerlo.
La calma deja de sentirse peligrosa.
La estabilidad deja de aburrir.
La expansión deja de asustar.
Te quedas.
Y en ese quedarte,
la vida ya no se rompe
cuando empieza a ir bien.
Porque ahora,
tu cuerpo también sabe
habitarla.
Sabe quedarse en la quietud
sin buscar ruido.
Sabe recibir sin tensarse.
Sabe sostener sin prepararse para perder.
Ya no necesita sabotear
lo que antes parecía demasiado.
Ya no necesita probar
que algo va a fallar.
El cuerpo aprende,
con respiraciones lentas,
con prácticas repetidas,
con momentos en los que eliges no huir,
que lo bueno también puede ser seguro.
Que no todo lo que llega
tiene que doler.
Que no todo lo que se abre
tiene que cerrarse rápido.
Y poco a poco,
empiezas a habitar tu vida
de otra manera.
Más presente.
Más disponible.
Más abierta.
No porque ya no exista el miedo,
sino porque ya no manda.
Porque ahora,
cuando algo empieza a ir bien,
no corres.
No lo cuestionas hasta romperlo.
No te retraes para sentirte a salvo.
Respiras.
Te quedas.
Y desde ese lugar,
empieza otra forma de vivir.
Una donde no tienes que sabotear
lo que siempre pediste.
Una donde tu cuerpo, por fin,
se siente en casa
en lo que sí es para ti.