El yoga cuando más cuesta: practicar en medio del caos emocional

Español | Inglés

Hay días en los que algo cambia sin avisar.
Un mensaje,
una noticia,
una conversación,
un silencio inesperado…
y de pronto el cuerpo ya no responde igual.

La respiración se hace pesada,
el pecho se cierra,
la mente se llena de historias
que duelen,
que inquietan,
que asustan.

Esos días en los que una sola cosa
—grande o pequeña, pero significativa—
tiene el poder de desordenarte por dentro.
De sacarte de tu centro.
De recordarte que la vida se mueve
más rápido de lo que a veces puedes sostener.

Y justo ahí,
cuando algo fuerte te toca,
cuando tu mundo interno se sacude,
cuando lo emocional pesa más que tus músculos,
practicar se vuelve un acto casi imposible.

No porque no quieras,
sino porque sabes que la práctica
te va a mostrar lo que estás intentando evitar.

El tapete, a diferencia del mundo,
no te deja distraerte.
No te deja escapar.
No te deja hacerte “el fuerte”.

El tapete te muestra.
Te refleja.
Te confronta.
Y, profundamente, te sostiene.

En días así, desenrollar el tapete
es un acto de valentía silenciosa.
Un reconocimiento honesto:
“No estoy bien… pero aquí estoy.”

Porque cuando algo fuerte sucede,
la mente quiere resolverlo todo en segundos.
Entrar en urgencia.
Buscar respuestas, control, explicaciones.

Las emociones intensas activan redes completas del sistema nervioso,
alteran la respiración,
la postura,
la tensión muscular,
la claridad mental.

La amígdala dispara una señal de alerta
en menos de 100 milisegundos.
Tan rápido,
que tu mente consciente ni siquiera participa.

Pero el cuerpo…
el cuerpo va más lento.
El cuerpo procesa desde otro lugar.
El cuerpo siente antes de entender.

Es tu biología protegiéndote
como sabe hacerlo.

Y ahí es donde el yoga entra.
No para minimizar lo que pasó.
No para distraerte.

El yoga entra
para darte un lugar donde sentir
sin colapsar.

Para permitir que el cuerpo procese
lo que la mente no puede sostener sola.
Para recordarte que incluso en el caos,
hay un ritmo que sigue siendo tuyo.

Patanjali lo llamó abhyasa:
la práctica constante,
suave,
humana,
esa que sostienes incluso cuando una parte de ti
solo quiere desaparecer.

Y también habló de tapas:
esa fricción interna
que transforma
sin obligarte,
sin romperte,
sin exigir resultados inmediatos.

El Bhagavad Gita narra algo similar:
cuando Arjuna se enfrenta a algo demasiado grande para su corazón,
su cuerpo tiembla,
su mente se nubla,
sus emociones lo paralizan.

Y aun así,
la enseñanza no es “siéntete listo”,
sino:
respira, y empieza donde estás.

Así actúa el yoga cuando algo fuerte te pasa:
te devuelve al instante,
a la inhalación que puedes controlar,
a la presencia que no te exige sanar hoy,
pero sí te permite sostenerte hoy.

Hay prácticas que se sienten hermosas.
Y hay prácticas que simplemente te mantienen de pie.
Ambas valen lo mismo.

Porque ese día en el que algo te dolió,
te confundió,
te movió el piso,
te rompió un pedazo del pecho…
y aun así te sentaste a respirar,
a moverte,
a quedarte…

Ese día también practicaste.
Ese día también avanzaste.

La neurociencia explica por qué:
cuando te mueves despacio,
activas mecanismos internos de autorregulación;
cuando respiras profundo,
el nervio vago envía señales de seguridad al cerebro;
cuando conectas con tus sensaciones,
íntegras emocionalmente lo que viviste,
lo que temiste,
lo que te impactó.

El cuerpo sabe regresar
mucho antes que la mente.
Solo necesita que lo acompañes.
Que no lo abandones.
Que le permitas sentir
sin castigarlo por sentir demasiado.

En días caóticos,
el yoga no te pide fuerza.
Te pide sinceridad.
Te pide presencia.
Te pide una sola inhalación real.

Y desde ahí,
el resto se acomoda poco a poco.
No todo de golpe,
pero sí de forma honesta.

Una respiración
se vuelven dos.
Un movimiento
se vuelve un espacio.
Una postura sencilla
se vuelve un instante de claridad.

Y así, sin darte cuenta,
te acercas de nuevo a ti.

No porque lo superaste.
No porque ya entendiste todo.
No porque lo que pasó dejó de doler.

Sino porque elegiste no desaparecer contigo mismo.

El yoga en días difíciles
no te arregla la vida.
Pero te devuelve el centro suficiente
para seguir viviéndola.

Te recuerda que la fuerza no está en no sentir,
sino en sentir y aún así permanecer.

Que incluso cuando algo fuerte te rompe el ritmo,
tu respiración sigue ahí,
esperándote.

Que incluso cuando tú no puedes contigo,
tu práctica sí puede cargarte
hasta que encuentres tu piso otra vez.

Y esa parte,
cuando la cuidas,
cuando la escuchas,
cuando la practicas,
se vuelve tu hogar interno.

El lugar al que regresas
cuando todo afuera
se desacomoda.

Hoy fue uno de esos días para mí.
Me paré en mi tapete con el corazón en la garganta,
lloré la mayor parte de la práctica
y aun así respiré.

Y entendí —una vez más—
que el yoga no me pide estar bien,
solo me pide no abandonarme.


Siguiente
Siguiente

Entre la prisa de afuera y el proceso de adentro