No sabía que huía, hasta que el yoga me alcanzó
Español | InglésHola, soy Dani — o Nuza —
y si estás aquí, tal vez no sea coincidencia.
Tal vez, como yo, estás buscando algo más:
un lugar donde poder respirar,
soltar el peso que no se ve,
y volver a sentirte en casa dentro de ti.
Era 2011.
Tenía 14 años, estaba en secundaria
y odiaba hacer ejercicio.
Tres veces por semana teníamos acondicionamiento físico,
y yo hacía lo imposible por evitarlo:
me inventaba cólicos, lesiones, migrañas…
cualquier excusa servía.
Un día, al salir de clases,
mi mamá me llevó a una clase de yoga.
Recuerdo la voz de María Gracia, mi primera maestra:
pausada, suave, con una presencia que llenaba el cuarto.
Yo apenas podía seguirle el ritmo;
me sentía torpe, frustrada, tiesa, fuera de lugar.
Así que, simplemente, dejé de ir.
Con los años, sin darme cuenta,
me fui desconectando de mí:
de mi cuerpo, de mi energía, de mi confianza.
En prepa, esa sensación se intensificó.
No me gustaba lo que veía en el espejo.
Me comparaba, me exigía, me castigaba,
e intentaba compensar el vacío de mil maneras.
Probé de todo:
box, trotar, spinning, gym…
pero nada me hacía sentir mejor conmigo.
Hasta que algo dentro de mí pidió volver al yoga,
esta vez desde un lugar más consciente.
Empecé con videos en YouTube,
luego clases en línea por Zoom
y finalmente, de forma presencial.
En una clase, una maestra se me acercó y me dijo:
—No estás respirando.
Se quedó a mi lado toda la práctica
hasta que pudiera escuchar mi propia respiración.
Recuerdo la incomodidad y la presión que sentí…
pero al final, también el agradecimiento.
Ese momento marcó un antes y un después:
por primera vez me sentí realmente presente en mi cuerpo.
Desde entonces, todo cambió.
Dejé de estar cansada todo el tiempo,
discutía menos,
mi ansiedad se calmó,
mi relación con mi cuerpo se suavizó.
El yoga empezó a sentirse como un regreso a mí.
Durante mi carrera en Artes,
mi maestro y mentor Isaac Olvera
me propuso pasar un verano en Playa del Carmen
para trabajar en mi tesis
y vivir “como si ya fuera una artista”.
Me pidió escribirlo todo:
lo que hiciera, las conversaciones, los encuentros,
los sentimientos, las emociones.
“Llénate de experiencias”, me dijo.
“Luego trabajaremos con eso”.
Ese verano fue una mezcla de libertad, introspección y crecimiento.
Nunca dejé de ir a mis clases con Mariel Chapoy y José Troche en Kopo Yoga —
eran mi centro, lo que me mantenía enraizada.
Pero aunque todo parecía ir bien,
por dentro ya llevaba tiempo sintiéndome desconectada,
un poco perdida y confundida.
Así que, en mi último fin de semana en Playa,
le pedí al universo que me mostrara mi propósito,
que me ayudara a conectar con algo más grande.
Y el universo respondió…
aunque no como yo esperaba.
Esa tarde se metieron a robar al Airbnb donde me hospedaba.
Perdí mi computadora, mi iPad y avances de mi tesis.
Y, sin embargo,
ese suceso fue lo que me llevó a conocer
a la persona que más ha marcado mi vida:
mi pareja, mi mayor maestro.
Con él he aprendido sobre amor, espiritualidad y vulnerabilidad.
Tiempo después, la vida nos llevó por momentos muy difíciles,
y uno en especial me hundió en una depresión profunda.
Pasé meses sin ganas de salir de mi cuarto,
sin energía, sin luz, sin voz.
El cuerpo y el alma me pesaban.
Pero fue la primera vez que decidí no escapar.
No lo escondí, no busqué distraerme.
Me quedé con el dolor.
Lo sentí.
Y ahí, justo en ese vacío,
el yoga volvió a encontrarme.
Al principio apenas podía moverme,
apenas podía respirar.
Me sentía rota, desconectada de mí,
sin energía ni rumbo.
Pero cada día hacía lo posible por volver al tapete,
aunque fuera solo para quedarme en silencio y respirar.
A veces lloraba sin entender por qué.
No era una práctica perfecta,
era una práctica honesta.
Cada respiración se convirtió en un pequeño acto de fe,
una promesa de no rendirme conmigo misma.
Con el tiempo, empecé a agradecer.
Agradecer por seguir aquí,
por tener la oportunidad de empezar de nuevo.
Luego pedía fuerza para enfrentar el día,
conciencia para escucharme,
y paz para aceptar lo que no podía controlar.
Esa intención, aunque simple, me sostuvo.
Hubo días en los que no quería salir de la cama.
Días en los que pensaba que nada tenía sentido,
en los que el cuerpo dolía, o la mente se resistía.
Pero cada vez que lograba pararme y practicar,
aunque fueran solo 10 minutos,
algo dentro de mí se encendía de nuevo.
Una parte de mí recordaba
que todo cambia cuando decides no rendirte.
El yoga me devolvió el sentido.
Me recordó que la resiliencia
no significa ser fuerte todo el tiempo,
sino aprender a levantarte con más amor y conciencia
cada vez que caes.
Hoy miro atrás y entiendo
que ese proceso fue mi renacimiento.
El yoga no me “salvó” mágicamente:
me enseñó a salvarme a mí misma.
A respirar en medio del caos,
a tener paciencia con mi proceso,
a confiar en que incluso los momentos más oscuros
también forman parte del camino.
Sanar cuesta.
Mirarte cuesta.
Empezar cuesta.
Pero cuando dejas de huir y eliges sentir,
cuando eliges seguir mostrando tu cara ante la vida,
descubres que la fuerza siempre estuvo ahí,
dentro de ti,
esperando a que confiaras en ella.
Decidí entonces formarme como maestra de yoga.
Mi primera certificación fue en Hatha Vinyasa
con Martín Zárate, Omar Cruz y Cynthia Landa:
tres maestros que marcaron el inicio de una nueva etapa
y me enseñaron a ver el yoga con más presencia, respeto y profundidad.
Pero el proceso no fue lineal.
A pesar de los avances,
seguía teniendo altibajos;
días donde sentía que retrocedía,
donde la mente se llenaba de dudas.
Fue entonces cuando llegó a mi vida Dani Salazar,
mi maestra de Ashtanga Mysore,
y con ella, una práctica que me cambió para siempre.
En Mysore no hay una voz que te guíe:
solo tú, tu respiración y tu mente.
No puedes avanzar a la siguiente postura
hasta que te salga la anterior,
y eso puede tomar semanas, incluso meses.
A veces duele.
A veces frustra.
Pero aprendes a quedarte,
a observar,
a no huir de la incomodidad.
Y ahí, en ese espacio de repetición,
de silencio,
de autoconfrontación,
entendí que todo llega cuando estás listo,
no cuando lo fuerzas.
El yoga me ha salvado una y otra vez.
Ha sido mi terapia, mi refugio, mi ancla… y mi hogar.
Porque cada vez que creo que ya no puedo más,
el tapete me recuerda que sí puedo.
Que la fuerza no viene de afuera,
sino de dentro.
Después llegaron nuevas formaciones:
Rocket Yoga con Brendan Smullen, Paloma Marín, Daniel Ferraez,
y prácticas con maestros reconocidos
como Juliana Vielma, Amado Cavazos, Marius y Chris Nasr,
Mariana Cisneros y Adriana Cabrera.
Cada curso, cada práctica, cada maestro
me ayudó a conocerme más.
Todo lo que ganaba,
lo invertía en seguir aprendiendo.
Era mi manera de agradecerle al yoga
por todo lo que me había dado:
una segunda oportunidad,
una nueva versión de mí.
Entonces lo entendí:
el yoga no era solo una práctica,
era mi propósito.
Quería ayudar a otros
a recordar su propia fuerza interior.
Porque todos la tenemos.
Todos tenemos dentro esa chispa
capaz de transformarlo todo,
de sanar,
de empezar de nuevo.
Solo hay que detenernos,
respirar…
y elegir.
Así nació Niyat — mi sueño hecho realidad.
Un espacio para conectar contigo mismo y con tu poder.
Para respirar, sanar y encontrar comunidad.
Un lugar donde puedas sentirte acompañado,
sostenido
y libre de ser tú.
¿Qué pasaría si, en lugar de huir del dolor,
te quedaras a escucharlo?
¿Qué pasaría si confiaras
en que lo que hoy duele
también te está enseñando algo?
El yoga me enseñó
que todo tiene un propósito,
incluso las partes más oscuras del camino.
Que a veces, lo que más nos duele
es justamente lo que más nos despierta.
Y si algo quiero decirte es esto:
Dentro de ti está la misma fuerza que me levantó a mí.
La misma capacidad de reconstruirte paso a paso,
respiración a respiración.
Estoy aquí para acompañarte en ese proceso —
ya sea en el tapete,
o a través de este blog.
Porque sanar no es volver a ser quien eras,
sino regresar a ti mismo con más amor.